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BORGES: LITERATURA Y POLÍTICA

Publicado: 2020-07-27

Acabo de leer el último libro de Mario Vargas Llosa: “Medio siglo con Borges”, publicado recientemente por la Editorial Alfaguara. Se trata, en palabras del propio Vargas Llosa, de una colección de artículos, conferencias, y notas que testimonian más de medio siglo de lecturas de un autor que ha sido para él, desde los años cincuenta, una fuente inagotable de placer intelectual.  

Al respecto, aprovecharé la oportunidad para repasar algunos de los pasajes de este libro en los cuales Vargas Llosa reflexiona sobre dos temas que me parecen intelectualmente capitales: 1) Borges y la literatura; y 2) Borges y la política, pues ponen de manifiesto, por un lado, la enorme admiración que el Nobel siente por la obra literaria de Borges, y por el otro, la crítica que Vargas Llosa expone sobre la posición que Borges adoptó frente a determinados acontecimientos políticos.

Borges y la literatura

Sobre el particular, Vargas Llosa señala que para el escritor latinoamericano, Borges significó la ruptura de un cierto complejo de inferioridad que, de manera inconsciente, por supuesto, lo inhibía de abordar ciertos asuntos y lo encarcelaba dentro de un horizonte provinciano. Antes de él, precisa el Nobel, parecía temerario o iluso, para algunos de los latinoamericanos, pasearse por la cultura universal como podía hacerlo un europeo o un norteamericano. Así, con Borges esto volvió a ser una evidencia, refiere Vargas Llosa, y, asimismo, una prueba de que sentirse partícipe de esa cultura no resta al escritor latinoamericano soberanía ni originalidad.

En esa línea, el Nobel destaca que Borges no era un escritor prisionero por los barrotes de una tradición nacional, como puede serlo a menudo el escritor europeo, y eso facilitaba sus desplazamientos por el espacio cultural, en el que se movía con desenvoltura gracias a las muchas lenguas que dominaba. Su cosmopolitismo, esa avidez por adueñarse de un ámbito cultural tan vasto, de inventarse un pasado propio, con lo ajeno, es una profunda manera de ser argentino, es decir, latinoamericano, subraya Vargas Llosa.

Ahora bien, con relación al estilo literario, el Nobel resalta que la prosa de Borges, por su furiosa originalidad, ha causado estragos en incontables admiradores a los que el uso de ciertos verbos, imágenes o maneras de adjetivar que él inauguró volvió meras parodias. Esa es para Vargas Llosa, la influencia que se identifica más rápido, porque Borges es uno de los escritores de nuestra lengua que llegó a crear un modo de expresión tan suyo, una música verbal tan propia, como los más ilustres clásicos: Quevedo (a quien él tanto admiró) o Góngora (que nunca le gustó demasiado). La prosa de Borges, destaca el Nobel, se reconoce al oído, a veces basta una frase e incluso un simple verbo (conjeturar, por ejemplo, o fatigar como transitivo) para saber que se trata de él.

Del mismo modo, Vargas Llosa advierte que la prosa literaria creada por Borges es una anomalía, pues desobedece íntimamente la predisposición natural de la lengua española hacia el exceso, optando por la más estricta parquedad. Así, según el Nobel, decir que con Borges el español se vuelve “inteligente” puede parecer ofensivo para los demás escritores de la lengua, pero no lo es. Pues lo que se trata decir con ello es que, en sus textos, hay siempre un plano conceptual y lógico que prevalece sobre todos los otros y del que los demás son siempre servidores. El suyo, indica Vargas Llosa, es un mundo de ideas, descontaminadas y claras, también insólitas, a las que las palabras expresan con una pureza y un rigor extremados, a las que nunca traicionan ni relegan a segundo plano.

Borges y la política

Sobre el particular, el Nobel señala que Borges supo identificar en el nazismo la excrecencia de un mal mayor y más extendido: el nacionalismo. Lo denunció siempre, en la cultura y en la política, de una manera explícita y con esas cáusticas sentencias de su invención que, a la vez que sintetizaban en pocas frases un complejo argumento, demolían de antemano toda posible refutación. A menudo, recuerda Vargas Llosa, que Borges se burlaba de esos “turbios sentimientos patrióticos” que servían para justificar la mediocridad artística: “Idolatrar un adefesio porque es autóctono, dormir por la patria, agradecer el tedio cuando es de elaboración nacional me parece un absurdo”, afirmaba Borges.

Por ello, refiere el Nobel, nada le provocaba tanta indignación como que lo acusaran a él, a Victoria Ocampo, o a Sur de “falta de argentinidad”. Esa acusación, escribió luminosamente, “la hacen quienes se llaman nacionalistas, es decir, quienes por un lado ponderan lo nacional, lo argentino y al mismo tiempo tienen tan pobre idea de lo argentino que creen que los argentinos estamos condenados a lo meramente vernáculo y somos indignos de tratar de considerar el universo”.

Sin embargo, critica Vargas Llosa, toda esa coherencia se rompió con el apoyo franco que Borges prestó a dos de las dictaduras militares argentinas, la que derrocó a Perón (la de Aramburu y Rojas) y la que puso fin al gobierno de Isabelita Perón (la de Videla). Es un apoyo, remarca el Nobel, que no congenia para nada con su identificación con la causa aliada contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, y con su descripción tan exacta, en un discurso de agosto de 1946, del fenómeno autoritario: “Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez”.

Pero, se pregunta Vargas Llosa ¿Cómo se explica esta ceguera política y ética en quien, respecto al peronismo, al nazismo, al marxismo, al nacionalismo, se había mostrado tan lúcido? Tal vez, se responde el Nobel, porque su adhesión a la democracia fue no sólo cauta sino lastrada por el escepticismo que le merecían su país y América Latina. Borges bromeaba solo a medias, recuerda Vargas Llosa, cuando dijo que la democracia era un abuso de las estadísticas, o cuando se preguntaba si alguna vez los argentinos, los latinoamericanos, “merecían” el sistema democrático. En su secreta intimidad, aclara el Nobel, es obvio que se respondía que no, que la democracia era un don de aquellos países antiguos y lejanos, que él amaba tanto, como Inglaterra y Suiza, pero difícilmente aclimatable en estos países a medio hacer como el que descubrió -el suyo- al volver a América Latina hacia 1921: “Un territorio insípido, que no era, ya, la pintoresca barbarie y que aún no era la cultura”, dijo alguna vez Borges.

Ahora, ¿Pueden estos desaciertos políticos poner en tela de juicio el valor universal de la obra literaria de Borges? Evidentemente no. Lo que demuestran, según Vargas Llosa, es que un genio como Borges adolecía de una cierta inhumanidad, de ese fuego vital que, en cambio, humaniza tanto a un Cervantes. Esa limitación, para el Nobel, no estaba en la impecable factura de su prosa o en la exquisita originalidad de su invención; estaba en la manera de ver y entender la vida de los otros, la vida suya enredada con la de los demás, en esa cosa tan despreciada por él y, a menudo, tan justamente despreciable: la política.

Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Maestro en Derecho Constitucional por la Universidad Castilla – La Mancha (Toledo – España). Posgrado y estudios de maestría en Ciencia Política y Gobierno en la Escuela de Gobierno y Política Públicas de la PUCP. Especialista en Justicia Constitucional, Interpretación y Aplicación de la Constitución en la Universidad Castilla – La Mancha (Toledo – España). Miembro de la Asociación Peruana de Derecho Constitucional. Miembro del Instituto Peruano de Derecho y Literatura.


Escrito por

Rafael Rodríguez Campos

Abogado por la PUCP (Lima/Perú) Maestro en Derecho Constitucional por la UCLM (Toledo/España) Especializaciones en la UCLM y UNAM (México)


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