#ElPerúQueQueremos

EL DERECHO EN UNA REPÚBLICA (PARTE 2)

Publicado: 2019-12-23

En la columna pasada, tomando como referencia el discurso pronunciado por el profesor argentino Roberto Gargarella, titulado “El derecho como conversación entre iguales”, en la ceremonia en la que recibió el Honoris Causa por parte de la Universidad de Valparaíso de Chile, aproveché la oportunidad para iniciar la reflexión sobre la siguiente pregunta: ¿Cómo debería ser el Derecho en una República? A lo que, parafraseando a Gargarella, respondí diciendo que el Derecho en una República debería ser la expresión y el resultado de una conversación entre iguales.  

Asimismo, consideré necesario, a partir de lo expuesto en la primera parte del discurso de Gargarella, revisar las tres anomalías que, de modos distintos, socavan los pilares sobre los que el autor considera se funda el ideal de una conversación entre iguales como hecho generador del Derecho en una República: Igualdad, Inclusividad y Deliberación. Hago esta precisión, pues en esta oportunidad, me ocuparé de reflexionar sobre las tres patologías que Gargarella, en la segunda parte de su discurso, identifica como las causas que frustran completamente la posibilidad de realizar este ideal.

La primera patología, apunta Gargarella, está relacionada con la desigualdad que se enquista hasta convertirse en elemento constitutivo de una institución o práctica. Es decir, contamos con estructuras políticas muy poco hospitalarias para la conversación -estructuras mal preparadas para el desarrollo de una conversación entre iguales- que en los hechos autorizan a una de las partes a pronunciar siempre la “última palabra”, desentendiéndose de las razones y de los reclamos de todos los demás.

Sobre este punto, Gargarella, siguiendo la línea de razonamiento de otros autores, señala que, en sociedades multiculturales, marcadas por el “pluralismo razonable” (John Rawls), o por el “hecho del desacuerdo” (Jeremy Waldron), la presencia de autoridades a las que nos cuesta desafiar como ciudadanos; o de políticos con los que no podemos conversar institucionalmente; o de magistrados que guardan el poder de imponer sus decisiones sin ofrecernos derecho a réplica, ilustran las formas indebidas del diálogo entre desiguales.

La segunda patología, apunta Gargarella, está relacionada con el hecho de ser testigos de una época en donde la política ha sido capturada por grupos de interés. Esta patología atenta directamente contra las bases de la República porque cuando el proceso de creación legal queda, efectivamente, en las manos de una parcialidad, el Derecho comienza a sesgarse, en línea con las pretensiones de la minoría que lo escribe, aplica o interpreta. Ello es así, afirma Gargarella, no por la acción conspirativa de esos pocos; ni necesariamente en razón de la mala fe de algunos sino, sobre todo, por las dificultades que mostramos los humanos para ponernos en los zapatos de los demás, la dificultad que cualquiera de nosotros muestra para reconocer o procesar debidamente los reclamos de aquellos a quienes no ha escuchado, o de aquellos con quienes no ha hablado.

Sobre este punto, Gargarella nos llama a reflexionar en torno a hechos que resultan tan previsibles como sorprendentes: Parlamentos compuestos casi exclusivamente por hombres, que muestran dificultades extraordinarias para lidiar con cuestiones relacionadas con la violencia marital o la salud reproductiva; sociedades multiculturales, plurales, heterogéneas, con poblaciones carcelarias por completo homogéneas; órganos políticos vacíos de representación indígena, que ignoran durante siglos las demandas históricas de una minoría aborigen. Se trata, explica Gargarella, de resultados tan injustos como previsibles desde el primer instante, resultados que contemplamos con extrañeza, sin reconocernos en ellos; y sin advertir que, en buena medida, somos nosotros mismos los responsables o autores de semejantes agravios.

La tercera patología, expone Gargarella, está relacionada con el hecho de que en el campo político existen voces que han sido histórica y sistemáticamente excluidas del proceso de deliberación pública. Es decir, el Derecho, según Gargarella, es creado bajo condiciones que excluyen, sistemáticamente a una parte significativa de la población, cuyas voces comienzan a resultar inaudibles para el resto, y cuyos puntos de vista resultan así, poco a poco, invisibilizados. Es más, podríamos decir que el propio sistema institucional no nos permite reconocer cuáles son los reclamos de aquellos que se sienten, por todos los demás, maltratados; y, por tanto, resulta imposible equilibrar de modo justo el peso de las demandas de los más desaventajados.

Frente a ello, Gargarella destaca la importancia que adquiere la protesta en democracia pues necesitamos escuchar por qué es que se queja quien se queja; necesitamos saber qué tienen para decirnos quienes se muestran disconformes con lo que hacemos. Por ello, anota Gargarella, resulta tan desafortunado que una mayoría de nuestros jueces obre, comúnmente, en el sentido contrario al sugerido, y opte ligeramente por perseguir o procesar a quienes protestan. Nuestros magistrados debieran entender que no hay voz más importante, en una democracia que no es justa, que la voz de quien nos manifiesta su queja. Debemos proteger esa voz, como si fuera la propia, pero no por meras razones de compasión, solidaridad o altruismo, sino por la necesidad que tenemos todos de que no se tomen, en nuestro nombre, decisiones que nos benefician perjudicando indebidamente al resto.

Ahora bien, luego de lo antes expuesto, podríamos preguntarnos lo siguiente: ¿Es asequible el ideal teórico de un Derecho que es el resultado de una conversación entre iguales? Sobre el particular, Gargarella manifiesta que la práctica constitucional contemporánea demuestra que el ideal por el que abogamos es un ideal asequible, y no meramente imaginario, debiendo recordar de qué modo, recientemente, ciudadanos del común mostraron capacidad y disposición a intervenir activamente en complejos debates constitucionales.

Prueba de ello, refiere Gargarella, ha sido el caso de los jóvenes, en apariencia apáticos o políticamente desinteresados, que nos dieron lecciones de compromiso público y conocimiento informado, en los extraordinarios debates sobre el aborto que se llevaron a cabo en Argentina. En esa misma línea, Gargarella recuerda la manera como las marchas de los “pingüinos” y los estudiantes secundarios, en Chile, permitieron oxigenar y llenar de vida discusiones públicas tan olvidadas, mal atendidas, y estancadas en el tiempo, como las referidas al derecho a la educación.

Por último, para Gargarella, ambos ejemplos, nos permiten apreciar una verdad que las “élites políticas y jurídicas”, al parecer, se han empeñado en negar: Primero, que los derechos fundamentales son creaciones humanas, sobre cuyo contenido y alcance debemos poder discutir. Segundo, que las personas se motivan para participar en los asuntos que les interesan, cuando advierten que sus demandas pueden ser tomadas en serio. Tercero, que no es cierto que las personas del común carezcan de la capacidad para comprender y decidir sobre temas complejos. Cuarto, que tiene sentido seguir apostando al diálogo, aún o sobre todo en contextos de polarización política. Y quinto, que aún frente a cuestiones fundamentales, relacionadas con la identidad, la tradición o la fe, las personas se muestran abiertas y dispuestas a debatir, matizando o cambiando directamente sus posiciones iniciales.

En suma, siguiendo la línea de Gargarella, podemos afirmar que si el Perú, por ejemplo, quiere llegar al bicentenario de su independencia, sentando las bases para la construcción de una auténtica República, conformada por ciudadanos libres, iguales y fraternos (solidarios), entonces debería empezar por entender que el Derecho en una República debe ser el resultado de una conversación entre iguales, en la cual todas las voces tienen la oportunidad de exponer sus puntos de vista, garantizando, de manera especial, la participación de los grupos y sectores que sistemáticamente han sido excluidos del proceso de deliberación pública.

Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Cuenta con un Título de Post Grado y estudios de maestría en Ciencia Política y Gobierno en la Escuela de Gobierno y Políticas Públicas de la PUCP. Cuenta con un Título de Especialista en Justicia Constitucional, Interpretación y Aplicación de la Constitución en la Universidad Castilla – La Mancha (Toledo – España). Es Candidato a Máster en Derecho Constitucional en la Universidad Castilla – La Mancha (Toledo-España). Ha sido Profesor de Derecho Electoral, Ciencia Política e Historia de las Ideas Políticas en la Facultad de Derecho de la Universidad de San Martín de Porres (USMP). Ha sido Observador y Representante Electoral Internacional en Colombia, Ecuador, Bolivia, México y Uruguay. Ha sido miembro del Comité de Coordinación Electoral del Sistema Electoral Peruano entre los años 2015 a 2019. Ha sido Secretario General Titular del RENIEC (2019).


Escrito por

Rafael Rodríguez Campos

Abogado por la PUCP (Lima/Perú) Maestro en Derecho Constitucional por la UCLM (Toledo/España) Especializaciones en la UCLM y UNAM (México)


Publicado en