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EL DERECHO A LA PROTESTA EN SOCIEDADES DEMOCRÁTICAS (SEGUNDA PARTE)

Publicado: 2018-04-20

En la columna pasada, a propósito de la protesta y toma de las instalaciones de la UNMSM por parte de los estudiantes, aproveché la oportunidad para iniciar una reflexión sobre la importancia que tiene el derecho a la protesta en sociedades democráticas, siguiendo la línea marcada por el notable profesor argentino Roberto Gargarella, quien destaca que ante situaciones de grave deterioro social, el derecho a protestar permite mantener firme toda la estructura de derechos, por lo que puede ser considerado “el primer derecho”, el “derecho de los derechos”.  

Ahora, continuaremos el análisis pero centrando nuestra atención en cuatro ejes temáticos fundamentales al momento de reflexionar sobre la importancia que tiene el derecho a la protesta en sociedades democráticas: a) La necesidad de escuchar a los críticos; b) La necesidad de regular el derecho a la protesta (pero en qué términos); c) La criminalización de la protesta; y d) La manera cómo el Estado legitima su poder en una democracia republicana.

En primer lugar, debemos partir por reconocer que tomar en consideración la voz de los que protestan no supone asumir que todas o la mayoría de las quejas que enuncian sean válidas. Pueden no serlo, como expone Gargarella, pero justamente será la labor y responsabilidad de los representantes políticos diferenciar cuáles demandas merecen ser dejadas de lado y cuáles no, y de qué modo. En eso consiste justamente el ejercicio del poder en una democracia republicana, ya que de lo que se trata es que para la adopción de una decisión de interés público, el poder sea capaz de escuchar a todos aquellos que se verán directamente afectados por dicha decisión, ya que es la única manera de garantizar la legitimidad y validez de la misma.

En segundo lugar, quienes defendemos la importancia del derecho a la protesta, debemos ser los primeros en advertir que actualmente existe una importante parte de la sociedad que está convencida de que en la calle cualquiera puede hacer cualquier cosa. Es decir, existe la creencia de que so pretexto de protestar o reprimir la protesta, está permitido todo. Por un lado, están los que toman las calles, atentan contra la propiedad pública y/o privada, o incurren en actos criminales. Por el otro, las fuerzas del orden que reprimen indiscriminadamente. Surge entonces en la sociedad la necesidad de formular la siguiente pregunta: ¿Cómo restablecer el equilibrio entre el ejercicio del derecho a la protesta y el uso de la fuerza de los agentes del Estado?

La respuesta a esta interrogante, afirma Gargarella, pasa primero por regular el ejercicio del derecho a la protesta, pero con una legislación que sea el resultado de una deliberación pública (profunda e inclusiva), que involucre a todos los afectados (partidos, movimientos, sindicatos, gremios, estudiantes, entre otros). Caso contrario, terminará ocurriendo lo de siempre: aprobación de leyes redactadas por un minúsculo grupo de “técnicos independientes” preocupado más por blindar a la autoridad que por el compromiso real y efectivo con los derechos fundamentales de los ciudadanos.

Asimismo, a los medios de comunicación que pretenden deslegitimar la protesta de sectores como los estudiantes, acusándolos de politizar sus demandas, debemos explicarles, como lo expone Gargarella, algo que es evidente: “Toda protesta tiene un contenido político y ese contenido político no la ensucia, sino que le confiere dignidad. El carácter político debe representar el presupuesto con el que nos acercamos a la protesta y no la premisa final de un discurso condenatorio sobre el conflicto”. En otras palabras, el que una protesta tenga un contenido político no es ninguna sorpresa, ya que la motivación política es justamente la materia prima de cualquier protesta.

En esa línea, si de lo que se trata es de establecer límites razonables al ejercicio del derecho a la protesta, Gargarella nos advierte que no podemos caer en el facilismo en el que incurren algunos medios de comunicación cuando señalan que los motivos del derecho a la protesta -cuando esta se traduce en tomar las calles, por ejemplo- no justifican per ser la limitación del derecho al libre tránsito o el derecho al trabajo de los que no protestan.

Este facilismo, según Gargarella, denota un error de enfoque monumental, ya que en la mayoría de los casos de protesta que se registran en América Latina, la ciudadanía no se moviliza en pos de su derecho a quejarse (derechos expresivos) sino, más bien en nombre de otros derechos fundamentales que el Estado viola sistemáticamente, al incumplir obligaciones sociales asumidas frente a ellos referidas, por ejemplo, a garantizar la prestación de servicios públicos de calidad relacionados con la educación, salud, justicia, entre otros.

¿Eso quiere decir, como lo pregunta Gargarella, que los derechos afectados por la protesta no importan? Por supuesto que no. Pero ello no supone simplificar el análisis para creer que estamos ante ciudadanos caprichosos que se quejan por las puras, impulsados únicamente por el deseo de molestar a los demás. Mucho menos, cuando sabemos que los derechos que más gravemente suelen ser violados en estos casos lo son por la obra u omisión del propio Estado.

En tercer lugar, queda claro que no corresponde comenzar hablando de “criminales” (frente a los cuales es legítimo el uso de la fuerza) cuando el Estado es parte principal del problema, omitiendo, en palabras de Gargarella, asegurar derechos sociales básicos a lo que está constitucionalmente obligado. De lo contrario, podríamos caer en otro exceso si señalamos que estamos ante un “Estado criminal” que viola derechos sistemáticamente y que además, criminaliza a quienes reclaman la violación de esos derechos.

Sobre esto último, debemos advertir que la legitimidad del Estado para el reproche de la protesta es menor en América Latina porque no sólo no garantiza derechos fundamentales básicos, sino porque además presenta un marco institucional precario para atender las demandas sociales. En palabras de Gargarella, estamos frente a un Estado que desde hace décadas bloquea los mecanismos institucionales que podrían ayudar a la ciudadanía a acceder a sus representantes, a cuestionarlos y a hacerlos efectivamente responsables por las faltas que cometen. Si ello es así, entonces no deberíamos sorprendernos si los ciudadanos comienzan a usar formas extra institucionales de protesta (toma de calles, la más frecuente), cuando los canales formales no responden, sobre todo para los marginados, desplazados y excluidos, que son justamente contra quienes se aplicará el uso de la fuerza y las sanciones penales, respectivamente.

Finalmente, resulta claro que en una democracia republicana el Estado no puede dejar de asumir las consecuencias de sus fallas y mucho menos imponer soluciones policiales a cualquier precio. Más aún, el Estado no debe criminalizar a quienes lo critican. Sobre todo si se trata de quienes históricamente han sido víctimas de las ofensas del propio Estado. Entonces, a modo de cierre, considero necesario preguntarnos lo siguiente: ¿Cómo el Estado puede llamar “criminales”, a quienes lo único que hacen es recordarle sus graves y continuos agravios constitucionales?

Abogado PUCP. Post Grado y estudios de Maestría en Ciencia Política y Gobierno PUCP. Especialista en Justicia Constitucional, Interpretación y Aplicación de la Constitución por la Universidad Castilla de la Mancha (Toledo-España). Candidato a Máster en Derecho Constitucional en la Universidad Castilla de la Mancha (Toledo-España). Miembro de la Asociación Peruana de Derecho Constitucional. Es profesor de Historia de las Ideas Políticas en la Facultad de Derecho de la Universidad San Martín de Porres.


Escrito por

Rafael Rodríguez Campos

Abogado por la PUCP (Lima/Perú) Maestro en Derecho Constitucional por la UCLM (Toledo/España) Especializaciones en la UCLM y UNAM (México)


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