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La batalla de Rafaella

Publicado: 2018-03-12

Rafaella, mi hija, nació el 07 de marzo de 2017, es decir, acaba de cumplir apenas un año de vida. Rafaella, “mis ojitos de uva”, como cariñosamente le dicen algunos de sus primos, llegó a este mundo un día antes del Día de la Mujer (el 8M). No sé si eso haya sido una señal. Lo que sí sé es que naciendo en la víspera del 8M, a mí me corresponderá siempre hacer dos cosas. Primero, prepararme para celebrar junto a ella todas sus batallas, porque estoy seguro que Rafaella será una luchadora, como lo han sido todas las mujeres de mi familia. Segundo, prepararme para luchar junto a ella por sus derechos y libertades, porque lastimosamente vivimos en un país terriblemente discriminador para nuestras niñas, en el que las mujeres, aunque algunas empresarias se esfuercen en negarlo, no tienen las mismas oportunidades que los hombres.  

En nuestro país, aunque algunos crean que “regalar ositos” es la mejor manera de festejar el 8M, las mujeres, pero sobre todo los hombres, y dentro de los hombres, nosotros los “papás”, tenemos el deber moral de sumarnos cada 8M -en realidad todos los días del año- a la lucha de todas ellas, tomar en nuestros brazos a nuestras hijas o llevarlas de la mano para marchar por ese largo camino de esfuerzo y sacrificio que tantas veces fue recorrido únicamente por valientes mujeres sin rostro que se atrevieron a levantar la voz y reclamar su legítimo derecho a ser tan libres e iguales que los hombres.

Sobre la libertad, permítanme recordar algo que quizá ya todos saben. Para ser libre, el primer paso es sentirse seguro. Lastimosamente en el Perú, nuestras niñas no están seguras, y por ende, jamás podrán ser auténticamente libres, menos cuando son los policías, fiscales o jueces -eso es lo que más nos debe sublevar- los que dejan impunes a los miserables que las violan y las maltratan. Lo siento, pero en este punto uno no puede andarse con rodeos. O luchamos contra los que agreden a nuestras hijas, o simplemente les entregamos el país a esos criminales que las arrastran desnudas y las tiran de los cabellos en la entrada de un hotel como si fueran bestias de su propiedad.

En esa línea, permítanme ahora hablar como profesional del Derecho, ya que no puedo entender cómo algunos de mis colegas aceptan defender a estos delincuentes que no merecen otra cosa que la sanción máxima que nuestro ordenamiento jurídico establece para estos delitos. Sé que algunos me dirán que toda persona tiene derecho a contar con un abogado defensor, más si se trata de un proceso penal. Eso es cierto, pero también lo es que cada abogado es libre al momento de elegir qué causas patrocinar y a quiénes defender. En mi caso, desde siempre, y ahora mucho más por mi Rafaella, jamás defendería a un violador o agresor de mujeres. Lo siento, no podría defender a quién fue capaz de destruirle la vida a otro ser humano, a quien se creyó con el derecho de violentar el espacio más íntimo de una familia. Eso jamás se lo haría a una víctima. A esa víctima que también tiene un padre que la ama, como yo lo hago con mi Rafaella.

Pero lo que acabo de señalar no hace sino confirmar lo que a diario podemos constatar a través de los medios de comunicación. Vivimos en una sociedad enferma de machismo y discriminación. Nos hemos acostumbrado a ser parte de un país cuyo signo más evidente de subdesarrollo radica en el hecho de que sus mujeres y hombres no somos iguales. Y no somos iguales, en gran medida, porque los hombres no hemos hecho absolutamente nada -o acaso hemos hecho muy poco- por construir una sociedad más igualitaria, en la que Rafaella, y todas nuestras niñas, tengan las mismas oportunidades -como las tiene el común de los varones- para desarrollarse con autonomía e independencia, y ser constructoras de su propio mundo.

Ser padre, pero sobre todo serlo de una mujercita, es un enorme reto en un país como el nuestro. Puede parecer una exageración esa frase, pero no lo es. Y cómo alguien nos puede tildar de exagerados si el Perú -aunque algunos no lo quieran reconocer- es un país de violadores. Somos en la región uno de los países con la mayor tasa de violación sexual contra la mujer. Lo somos, pero lo más triste es que algunos medios e instituciones tratan de negarlo, y esconden la verdad tirando nuestra basura por debajo de la alfombra. Seguimos siendo una sociedad de cínicos, en eso nos hemos cambiado.

Duele mucho, pero eso somos, en eso nos hemos convertido. Somos un país de violadores. Pero para dejar de serlo, lo primero que debemos de hacer es asumirlo, mirar nuestro rostro enfermo en un espejo, espantarnos de nosotros mismos, para luego decir basta, y adoptar políticas públicas concretas que con enfoque de género sean capaces de resolver el problema de una manera integral, sin caer en populismos irracionales que lo único que lograrán es elevar los niveles de violencia y el desprecio por la vida en nuestra sociedad. Y es que nunca falta el político oportunista que aparece promoviendo la pena de muerte.

Frente a ello, repito, el primer sentimiento para solucionar esta problemática es la indignación. Debemos indignarnos frente a esta situación. Debemos sentir empatía y lograr identificarnos con las víctimas. Debemos exigir sanciones ejemplares para los auténticos agresores. Debemos convertir a los ideales que inspiran la marcha del 8M en el mundo en los principios rectores de nuestra vida diaria: libertad, igualdad, seguridad, y respeto para nuestras niñas. Sin embargo, escucho a los políticos, a las autoridades, incluso a las personas de mi círculo más inmediato, y entre la rabia y el asombro, creo apreciar que como sociedad hemos perdido esa capacidad de indignación. Que como país no hemos aprendido nada. Pues no falta quien desde la negación o la ignorancia termina justificando estas atrocidades. Eso es lo más alarmante.

La lucha por el reconocimiento de los derechos siempre ha exigido el mayor de los esfuerzos para quienes se atrevieron a reivindicarlos. Las personas que los reclamaron no sólo pagaron su cuota de sangre en esa lucha, muchas hasta perdieron la vida para heredarnos un futuro mejor para nuestras generaciones. Digo ello, porque aunque sé que los esfuerzos individuales -en este terreno- difícilmente logran conseguir los objetivos que históricamente fueron obtenidos gracias al concurso de muchas gentes, creo firmemente que en nuestros hogares, los padres sí podemos hacer la notable diferencia. Repito, los padres, pues somos nosotros los que debemos diariamente ser capaces de reconocer, enfrentar y vencer a nuestro propio machismo.

Rafaella, “mis ojitos de uva”, a un año de tu llegada, permíteme desearte un feliz cumpleaños, dándote un beso y abrazo interminables, y finalizar esta columna, no sin antes decirte, que tu lucha es mi lucha, y que hasta el último día de mi vida, a pesar de mis limitaciones, me esforzaré siempre por hacer de ti una mujer libre, fuerte y segura, capaz de convertirse en la única dueña de su destino.

Rafaella, esta batalla la pelearemos siempre juntos.


Escrito por

Rafael Rodríguez Campos

Abogado por la PUCP (Lima/Perú) Maestro en Derecho Constitucional por la UCLM (Toledo/España) Especializaciones en la UCLM y UNAM (México)


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